domingo, 3 de enero de 2010

espantapajaro 24 - oliverio girondo

El 31 de febrero, a las nueve y cuarto de la
noche, todos los habitantes de la ciudad se
convencieron que la muerte es ineludible.
Enfocada por la atención de cada uno, esta
evidencia, que por lo general lleva una vida de araña
en los repliegues de nuestras circunvoluciones, tendió
su tela en todas las conciencias, se derramó en los
cerebros hasta impregnarlos como a una esponja.
Desde ese instante, las similitudes más remotas
sugerían, con tal violencia, la idea de la muerte, que
bastaba hallarse ante una lata de sardinas –por
ejemplo. Para recordar el forro de los féretros, o fijarse
en las piedras de una vereda, para descubrir su
parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio
de una enorme consternación, se comprobó que el
revoque de las fachadas poseía un color y una
composición idéntica a la de los huesos, y que así
como resultaba imposible sumergirse en una bañadera,
sin ensayar la actitud que se adoptaría en el cajón,
nadie dejaba de sepultarse entre las sábanas, sin
estudiar el modelado que adquirirían los repliegues de
su mortaja.



El corazón, sobre todo, con su ritmo isócromo y
entrañable, evocaba las ideas más funerarias, como si
el órgano que simboliza y alimenta la vida sólo tuviera
fuerzas para irrigar sugestiones de muerte. Al sentir su
tic-tac sobre la almohada, quien no llorara la vida que
se le iba yendo a cada instante, escuchaba su marcha
como si fuese el eco de sus pasos que se encaminaran
a la tumba, o lo que es peor aún, como si oyese el
latido de un aldabón que llamara a la muerte desde el
fondo de sus propias entrañas.
La urgencia de liberarse de esta obsesión por lo
mortuorio, hizo que cada cual se refugiara –según su
idiosincrasia- ya sea en el misticismo o en la lujuria.
Las iglesias, los burdeles, las posadas, las sacristías
se llenaron de gente. Se rezaba y se fornicaba en los
tranvías, en los paseos públicos, en medio de la calle...
Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud
abusó de la vida, quiso exprimirla como si fuese un
limón, pero una ráfaga de cansancio apagó, para
siempre, esa llamarada de piedad y de vicio.
Los excesos de libertinaje y de la devoción
habían durado lo suficiente, sin embargo, como para
que se demacraran los cuerpos, como para que los
esqueletos adquiriesen una importancia cada día
mayor. Sin necesidad de aproximar las manos a los
focos eléctricos, cualquiera podía instruirse en los
detalles más íntimos de su configuración, pues no sólo
se usufructuaba de una mirada radiográfica, sino que la
misma carne se iba haciendo cada vez más traslúcida,
como si los huesos, cansados de yacer en la
oscuridad, exigieran salir a tomar sol. Las mujeres más
elegantes –por lo demás- implantaron la moda de
arrastrar enormes colas de crespón y no contentas con
pasearse en coches fúnebres de primera, se ataviaban
como un difunto, para recibir sus visitas sobre su
propio túmulo, rodeadas de centenares de cirios y
coronas de siemprevivas.
Inútilmente se organizaron romerías, kermeses,
fiestas populares. Al aspirar el ambiente de la ciudad,
los músicos, contratados en las localidades vecinas,
tocaban los “charlestons” como si fuesen marchas
fúnebres, y las parejas no podían bailar sinque sus
movimientos adquiriesen una rigidez siniestra de danza
macabra. Hasta los oradores especialistas en exaltar la
voluptuosidad de vivir resultaron de una perfecta
ineficacia, pues no sólo los tópicos más
experimentados adquirían, entre sus labios, una
frigidez cadavérica, sino que el auditorio sólo
abandonaba su indiferencia para gritarles: “¡Muera ese
resucitado verborrágico! ¡A la tumba ese bachiller de
cadáver!”. Esta propensión hacia lo funerario, hacia lo
esqueletoso, ¿podía dejar de provocar, tarde o
temprano, una verdadera epidemia de suicidios?
En tal sentido, por lo menos, la población
demostró una inventiva y una vitalidad admirables.
Hubo suicidios de todas las especies, para todos los
gustos: suicidios colectivos, en serie, al por mayor. Se
fundaron sociedades anónimas de suicias y
sociedades de suicidas anónimos. Se abrieron
escuelas preparatorias al suicidio, facultades que
otorgaban título “de perfecto suicida”. Se dieron
fiestas, banquetes, bailes de máscaras para morir. La
emulació hizo que todo el mundo se ingeniase en hallar
un suicidio inédito, original. Una familia perfecta –una
familia mejor organizada que un baúl “Innovation”-
ordenó que la enterrasen viva, en un cajón donde
cab+ian, con toda comodidad, las cuatro generaciones
que adornaban. Ochocientos suicidas, disfrazados de
Lázaro, se zambulleron en el asfalto, desde el
veinteavo piso de uno de los edificios más céntricos de
la ciudad. Un “dandy”, después de transformar en
ataúd la carrocería de su automóvil, entró en el
cementerio, a ciento sesenta kilómetros por hora, y al
llegar ante la tumba de su querida se descerrajó cuatro
tiros en la cabeza.
El desaliento público era demasiado intenso, sin
embargo, como para que pudiera persistir ese ímpetu
de aniquilamiento y exterminio. Bien pronto nadie fue
capaz de beber u vasto de estricnina, nadie pudo
escarbarse las pupilas con una hoja de “gillette”. Una
dejadez incalificable entorpecía las precauciones que
reclaman ciertos procesos del organismo. El descuido
amontonaba basuras en todas partes, transformaba
cada rincón en un paraíso de cucarachas. Sin
preocuparse de la dignidad que requiere cualquier
cadáver, la gente se dejaba morir en las posturas más
denigrantes. Ejércitos de ratas invadían las casas con
aliento de tumba. El silencio y la peste se paseaban del
brazo, por las calles desiertas, y ante la inercia de sus
dueños –ya putrefactos- los papagayos sucumbían con
el estómago vacío, con la boca llena de maldiciones y
de malas palabras.
Una mañana, los millares y millares de cuervos
que revoloteaban sobre la ciudad .oscureciéndola en
pleno día- se desbandaron ante la presencia de una
escuadrilla de aeroplanos.
Se trataba de una misión con fines sanitarios,
cuyo rigor científico implacable se evidenció desde el
primer momento.
Si aproximarse demasiado, para evitar cualquier
peligro de contagio, los aviones fumigaron las azoteas
con toda clase de desinfectantes, arrojaron bombas
llenas de vitaminas, confetis afrodisíacos, globitos
hinchados de optimismo, hasta que un examen prolijo
demostró la inutilidad de toda profilaxis, pues al batir rel
record mundial de defunciones, la población se había
reducido a seis o siete moribundos recalcitrantes.
Fue entonces –y sólo después de haber
alcanzado esta evidencia- cuando se ordenó la
destrucción de la ciudad y cuando un aguacero de
granadas, al abrasarla en una sola llama, la redujo a
escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el
miasma de la certidumbre de la muerte.

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