domingo, 31 de enero de 2010

La luna con gatillo - raul gonzales tuñon




Es preciso que nos entendamos.
Yo hablo de algo seguro y de algo posible.
Seguro es que todos coman
y vivan dignamente
y es posible saber algún día
muchas cosas que hoy ignoramos.
Entonces, es necesario que esto cambie.

El carpintero ha hecho esta mesa
verdaderamente perfecta
donde se inclina la niña dorada
y el celeste padre rezonga.
Un ebanista, un albañil,
un herrero, un zapatero,
también saben lo suyo.

El minero baja a la mina,
al fondo de la estrella muerta.
El campesino siembra y siega
la estrella ya resucitada.
Todo sería maravilloso
si cada cual viviera dignamente.

Un poema no es una mesa,
ni un pan,
ni un muro,
ni una silla,
ni una bota.

Con una mesa,
con un pan,
con un muro,
con una silla,
con una bota,
no se puede cambiar el mundo.

Con una carabina,
con un libro,
eso es posible.

¿Comprendéis por qué
el poeta y el soldado
pueden ser una misma cosa?

He marchado detrás de los obreros lúcidos
y no me arrepiento.
Ellos saben lo que quieren
y yo quiero lo que ellos quieren:
la libertad, bien entendida.

El poeta es siempre poeta
pero es bueno que al fin comprenda
de una manera alegre y terrible
cuánto mejor sería para todos
que esto cambiara.

Yo los seguí
y ellos me siguieron.
¡Ahí está la cosa!

Cuando haya que lanzar la pólvora
el hombre lanzará la pólvora.
Cuando haya que lanzar el libro
el hombre lanzará el libro.
De la unión de la pólvora y el libro
puede brotar la rosa más pura.

Digo al pequeño cura
y al ateo de rebotica
y al ensayista,
al neutral,
al solemne
y al frívolo,
al notario y a la corista,
al buen enterrador,
al silencioso vecino del tercero,
a mi amiga que toca el acordeón:
-Mirad la mosca aplastada
bajo la campana de vidrio.

No quiero ser la mosca aplastada.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
No quiero ser abeja.
No quiero ser únicamente cigarra.
Tampoco tengo nada que ver con el mono.
Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre
y no quiero ser, jamás,
una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.

Ni colmena, ni hormiguero,
no comparéis a los hombres
nada más que con los hombres.

Dadle al hombre todo lo que necesite.
Las pesas para pesar,
las medidas para medir,
el pan ganado altivamente,
la flor del aire,
el dolor auténtico,
la alegría sin una mancha.

Tengo derecho al vino,
al aceite, al Museo,
a la Enciclopedia Británica,
a un lugar en el ómnibus,
a un parque abandonado,
a un muelle,
a una azucena,
a salir,
a quedarme,
a bailar sobre la piel
del Último Hombre Antiguo,
con mi esqueleto nuevo,
cubierto con piel nueva
de hombre flamante.

No puedo cruzarme de brazos
e interrogar ahora al vacío.
Me rodean la indignidad
y el desprecio;
me amenazan la cárcel y el hambre.
¡No me dejaré sobornar!

No. No se puede ser libre enteramente
ni estrictamente digno ahora
cuando el chacal está a la puerta
esperando
que nuestra carne caiga, podrida.

Subiré al cielo,
le pondré gatillo a la luna
y desde arriba fusilaré al mundo,
suavemente,
para que esto cambie de una vez.

lunes, 25 de enero de 2010

los gemidos de mi vecina - ismael serrano

El otro día conocí a mi nuevo vecino, un tipo raro. Resulta que se acaba de mudar, es nuevo en el bloque. Estaba bajando las escaleras, estaba bajando la basura al portal y me lo econtré allí, encontré a mi nuevo vecino hablando solo. Normal que me dió un poco de miedo: el portal a oscuras, él y yo solos y el tipo, hablando solo. Enseguida, el tipo me sorprendió detrás de él y me dijo: “No, no pasa nada, estoy hablando solo”. Digo: “Ahm, mucho mejor, me quedo más tranquilo”. Y al rato me dice: “No, no se preocupe, estaba hablando con Carlos Gardel”. “De puta madre”.

Resulta que mi vecino es esquizofrénico y lleva desde los 15 años hablando con Carlos Gardel. Él sabe que es una alucinación, que sólo lo ve él, pero, de vez en cuando, cuando sabe que están a solas no puede evitar darle conversación. Y yo pensé: “¿Cómo mola, no?, que de puta madre, tener a Carlos Gardel siempre a mano para que de algún consejo o te cante un tango en un momento dado”.

El caso es que la cosa no acaba ahí, mi vecino y yo acabamos siendo muy buenos amigos y me contó su historia. Me contó que se acababa de mudar de casa y que andaba triste y yo le dije: “Claro, normal, uno se apega a las cosas de una forma un tanto absurda, luego, marcharse, se hace duro”. Y él me dijo: “No, resulta que allí quedó una mujer”. Y le pedí que me contara su historia.

Una noche, me cuenta mi vecino, en su antigua casa, llegó tarde. Se quitó la ropa enseguida, se puso el pijama y se puso a zapear con el televisor, viendo cualquier cosa mientras iba y venía del frigorífico, picando cualquier cosa. Y de repente, como un rumor lejano, escuchó como sonaban los gemidos de su vecina, como un leve terremoto, cada vez más fuertes…, al final, temblaban los cristales de la ventana. Mi vecino no lo pensó dos veces, me contó, enseguida apagó el televisor, bajó un poco la luz y se dejó mecer; dejó que los gemidos de su vecina se metieran por debajo de su pijama, que se posaran encima de la mesilla, dejó que los gemidos volaran por debajo de la cama y le movieran las pelusas, dejó que los gemidos agitaran la ropa tendida. Y durmió, durmió como nunca, me cuenta mi vecino, dice que nunca había tenido un despertar tan dulce. Su vida había cambiado completamente desde entonces. Todos los días, ella puntual, con sus gemidos. Y mi vecino feliz, apagando la luz, el televisor… El caso es que su vida cambió, y no sólo su vida, sino la de todos los vecinos del bloque, la gente se saludaba con un ánimo muy distinto en la escalera: “¡Buenos días, vecino!”. “¡Buenos días!”. Se daban grandes abrazos. La vieja del 3º que siempre se había negado a poner parabólica, en la última reunión de vecinos: “Parabólica y lo que sea, si esto es maravilloso”. Pero la vecina de los gemidos nunca iba a las juntas y mi vecino aún no la conocía, no sabía como era su rostro pero, me cuenta mi vecino que una noche había quedado con los amigos, iban de “caza”, así que se había puesto su mejor traje, su mejor corbata. Y ya estaba mirándose al espejo, atusándose el pelo, colocándose el nudo, dándose los últimos retoques antes de salir cuando, en la habitación de al lado, enseguida, escuchó como su vecina entraba con alguien. Intuyó como la ropa caía en el suelo. Y al poquito, puntuales, los gemidos. Me cuenta mi vecino que en ese momento, se quitó la americana, la colgó en la percha, se deshizo el nudo de la corbata, apagó la luz y faltó a su cita. Supo entonces mi vecino que estaba enamorado de aquella mujer. Y fue entonces cuando mi vecino se tuvo que mudar de casa y venirse para mi barrio. Y me cuenta mi vecino que, de vez en cuando, llueva o truene, él abre las ventanas de par en par. Dice que si uno afina el oído, a lo lejos, puede escuchar a una mujer gimiendo, dice que es su antigua vecina que le busca. No sé si será verdad, pero yo, por si acaso, abro las ventanas.
El caso es que lo de mi vecino no quedó ahí, ¿saben? Mi vecino se había enamorado completamente de aquella mujer así que tenía que salir en su busca. Y un día, como quien no quiere la cosa, se presentó en su antigua casa con la excusa de recoger el correo y llamó a la puerta de aquella mujer, llamó una vez y nadie le abrió, insistió y no abrió nadie, así que decidió marcharse. Cuando ya se iba, se encontró a la vieja del 3º, la de la parabólica, y entonces le dijo que ella ya no vivía allí, que ella también se había mudado, que poco después de irse él, ella también se había ido. Así que le dijo: “Pero si quiere usted, le digo donde trabaja”. Y mi vecino le dijo: “Sí quiero, ahora mismo”. Total que ella, la vieja, le dijo que trabajaba en una oficina del INEM.(instituto nacional de empleo)
Total, que aquella mañana él se presentó en la puerta de su oficina para encontrarla y así fue, la encontró tras una puerta de cristal. Dice mi vecino que era tal y como se la había imaginado, no me pregunteis cómo. El caso es que estaba atendiendo un mostrador, a un lado del mostrador, ella, al otro lado, una larga cola de gente para dar la solicitud de trabajo. A mi vecino le temblaban las piernas como a Bambi, no encontraba el momento de cruzar la puerta de cristal y hablar con ella, así que se armó de valor, cruzó las puertas y se puso a la cola. Por fin llegó su turno y ella le preguntó, con la mirada dulce: “¿Es la primera vez?”. Y mi vecino, encantado, dijo: “Como si lo fuera”. El caso es que ella le dijo que rellenara un formulario y mi vecino, obediente, dijo: “Un formulario y lo que haga falta”. Después le dijo ella: “Bueno, tengo que hacerle algunas preguntas”. Y mi vecino dijo: “Si usted supiera las que yo tengo que hacerle”. Bueno, así que ella dijo, con el lápiz en la mano y un papel: “Por favor, ¿estudios?”. Claro, ella dijo estudios pero mi vecino entendió cualquier cosa, entendió mordisco en el cuello, beso en la espalda, arañazo. Dense cuenta que recordaba los gemidos permanentemente de aquella mujer y le resultaba difícil abstraerse de la situación. Así que dijo: “¿Estudios?, bueno, yo sé abrir…, me crié en un barrio sur de la ciudad, sé abrir perfectamente una cerveza con los dientes, conozco las canciones de Silvio y alguna de Gardel, bueno, las de Gardel de primera mano, de hecho me las canta al oído”. Pero eso no se lo dijo a ella, creo. “Conozco perfectamente la situación de la Estrella Polar así que si fuese navegante nunca me perdería pero no, no sé navegar…, quite lo de la Estrella Polar”. El caso es que ella, sonriendo le dijo: “Creo que no me ha entendido, le pregunto por su formación”. “Ahm, mi formación, bien. Estudié perfectamente todas las barras de los bares de mi barrio, sé perfectamente como se deslizan sobre ellas las penas y las cervezas de los que por allí pasan, conozco perfectamente los efectos terapeúticos del mojito, estudié las espaldas de algunas mujeres…”. Ella ya muy enfadada, mirándole a los ojos dijo: “Ahm, muy bonito, ¿y en qué quiere trabajar el señorito?”. Y él: “Pues ya que me pregunta, me encantaría ser violinista, ya que usted me lo pregunta, me encantaría ser el bombero que le apaga los fuegos a mi vecina, ya que usted me lo pregunta, ¿qué me gustaría ser?, me encantaría ser probador de hamacas, para eso hay que saber dormir y yo, de eso sé un rato, me encantaría ser el que le afina las guitarras a Eric Clapton, me encantaría ser el cartero de Pablo Neruda, me encantaría ser el que le canta las nanas al subcomandante Marcos, me encantaría ser jardinero en Marte, me encantaría ser desmantelador de misiles nucleares, me encantaría ser pescador en los mares del amor, me encantaría ser cuidador de unicornios azules…”. El caso es que mi vecino nunca consiguió trabajo, pero consiguió el teléfono de ella, ¡mucho mejor!
Por la noche quedaron, tuvieron una cita, y aquella noche ardió la ciudad, se dijeron alguna mentira, o 2, pero da igual, porque uno se creía la mentira del otro y viceversa así que da igual.

El caso es que aquella noche se dijeron grandes cosas, y bebieron como si lo fueran a prohibir. Fue una noche intensa. Mi vecino entonces descubrió que estaba enamorado, sobre todo cuando la noche acababa, como las agujas del reloj, cuando aparecían por detrás de los edificios ella le pregunto:-¿Y como apareciste aquella mañana por mi oficina? Mi vecino me dijo que sabía que no podía mentir a aquella mujer, a la que quería y amaba tanto, tenia que decirle la verdad en ese momento, y se la dijo. Le hablo del eco de sus gemidos rebotando en el pasillo, de los gemidos que quedaban en el edredón por las noches, de cómo cuando faltaban sus susurros y jadeos llegaba tarde, desvelado y cabreado al trabajo, como adelantaba la salida del trabajo, no fuera que empezaran sin el. Le hablo de cómo la amaba, desde el momento que, como un terremoto, aquel primer jadeo entro por su ventana.

Y él pensó que la había cagado, porque ella cayó, se hizo un silencio un tanto tenso. Hasta que ella miro los ojos de el, y le dijo: -Así que los gemidos…. Vaya. ¿Y Carlos Gardel no tiene ninguna canción al respecto?

Mi vecino se quedó con la boca y los ojos totalmente abiertos como platos y totalmente pálidos, y dijo ella.- Es que Carlos Gardel lleva siguiéndonos toda la noche, y no te has molestado en presentármelo.Así es como mi vecino dejo de hablar solo desde entonces. Ahora son mis vecinos, se vinieron los 2 para casa, y mi vecino tenia razón, vaya nochecitas…

Así que ya sabéis, les recomiendo que de madrugada si andan desvelados, si tienen insomnio, abran las ventanas de par en par, que afinen el oído, y sobre el rumor de la ciudad, podrán escuchar a una pareja haciendo el amor, apaguen la luz y el televisor, y abrazen a su pareja. Y escuchen sudar al cabrón de mi vecino.

Y yo ya les dejo, me voy corriendo a la habitación, a abrir las ventanas de par en par…. NO VAYA A SER QUE EMPIEZEN SIN MI...


que te lo cuente el!




viernes, 22 de enero de 2010

miércoles, 13 de enero de 2010

yo no te pido - mario benedetti



Yo no te pido que me bajes
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz.

Yo no te pido que me firmes
diez papeles grises para amar
sólo te pido que tú quieras
las palomas que suelo mirar.

De lo pasado no lo voy a negar
el futuro algún día llegará
y del presente
qué le importa a la gente
si es que siempre van a hablar.

Sigue llenando este minuto
de razones para respirar
no me complazcas no te niegues
no hables por hablar.

Yo no te pido que me bajes
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz.

domingo, 3 de enero de 2010

espantapajaro 24 - oliverio girondo

El 31 de febrero, a las nueve y cuarto de la
noche, todos los habitantes de la ciudad se
convencieron que la muerte es ineludible.
Enfocada por la atención de cada uno, esta
evidencia, que por lo general lleva una vida de araña
en los repliegues de nuestras circunvoluciones, tendió
su tela en todas las conciencias, se derramó en los
cerebros hasta impregnarlos como a una esponja.
Desde ese instante, las similitudes más remotas
sugerían, con tal violencia, la idea de la muerte, que
bastaba hallarse ante una lata de sardinas –por
ejemplo. Para recordar el forro de los féretros, o fijarse
en las piedras de una vereda, para descubrir su
parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio
de una enorme consternación, se comprobó que el
revoque de las fachadas poseía un color y una
composición idéntica a la de los huesos, y que así
como resultaba imposible sumergirse en una bañadera,
sin ensayar la actitud que se adoptaría en el cajón,
nadie dejaba de sepultarse entre las sábanas, sin
estudiar el modelado que adquirirían los repliegues de
su mortaja.



El corazón, sobre todo, con su ritmo isócromo y
entrañable, evocaba las ideas más funerarias, como si
el órgano que simboliza y alimenta la vida sólo tuviera
fuerzas para irrigar sugestiones de muerte. Al sentir su
tic-tac sobre la almohada, quien no llorara la vida que
se le iba yendo a cada instante, escuchaba su marcha
como si fuese el eco de sus pasos que se encaminaran
a la tumba, o lo que es peor aún, como si oyese el
latido de un aldabón que llamara a la muerte desde el
fondo de sus propias entrañas.
La urgencia de liberarse de esta obsesión por lo
mortuorio, hizo que cada cual se refugiara –según su
idiosincrasia- ya sea en el misticismo o en la lujuria.
Las iglesias, los burdeles, las posadas, las sacristías
se llenaron de gente. Se rezaba y se fornicaba en los
tranvías, en los paseos públicos, en medio de la calle...
Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud
abusó de la vida, quiso exprimirla como si fuese un
limón, pero una ráfaga de cansancio apagó, para
siempre, esa llamarada de piedad y de vicio.
Los excesos de libertinaje y de la devoción
habían durado lo suficiente, sin embargo, como para
que se demacraran los cuerpos, como para que los
esqueletos adquiriesen una importancia cada día
mayor. Sin necesidad de aproximar las manos a los
focos eléctricos, cualquiera podía instruirse en los
detalles más íntimos de su configuración, pues no sólo
se usufructuaba de una mirada radiográfica, sino que la
misma carne se iba haciendo cada vez más traslúcida,
como si los huesos, cansados de yacer en la
oscuridad, exigieran salir a tomar sol. Las mujeres más
elegantes –por lo demás- implantaron la moda de
arrastrar enormes colas de crespón y no contentas con
pasearse en coches fúnebres de primera, se ataviaban
como un difunto, para recibir sus visitas sobre su
propio túmulo, rodeadas de centenares de cirios y
coronas de siemprevivas.
Inútilmente se organizaron romerías, kermeses,
fiestas populares. Al aspirar el ambiente de la ciudad,
los músicos, contratados en las localidades vecinas,
tocaban los “charlestons” como si fuesen marchas
fúnebres, y las parejas no podían bailar sinque sus
movimientos adquiriesen una rigidez siniestra de danza
macabra. Hasta los oradores especialistas en exaltar la
voluptuosidad de vivir resultaron de una perfecta
ineficacia, pues no sólo los tópicos más
experimentados adquirían, entre sus labios, una
frigidez cadavérica, sino que el auditorio sólo
abandonaba su indiferencia para gritarles: “¡Muera ese
resucitado verborrágico! ¡A la tumba ese bachiller de
cadáver!”. Esta propensión hacia lo funerario, hacia lo
esqueletoso, ¿podía dejar de provocar, tarde o
temprano, una verdadera epidemia de suicidios?
En tal sentido, por lo menos, la población
demostró una inventiva y una vitalidad admirables.
Hubo suicidios de todas las especies, para todos los
gustos: suicidios colectivos, en serie, al por mayor. Se
fundaron sociedades anónimas de suicias y
sociedades de suicidas anónimos. Se abrieron
escuelas preparatorias al suicidio, facultades que
otorgaban título “de perfecto suicida”. Se dieron
fiestas, banquetes, bailes de máscaras para morir. La
emulació hizo que todo el mundo se ingeniase en hallar
un suicidio inédito, original. Una familia perfecta –una
familia mejor organizada que un baúl “Innovation”-
ordenó que la enterrasen viva, en un cajón donde
cab+ian, con toda comodidad, las cuatro generaciones
que adornaban. Ochocientos suicidas, disfrazados de
Lázaro, se zambulleron en el asfalto, desde el
veinteavo piso de uno de los edificios más céntricos de
la ciudad. Un “dandy”, después de transformar en
ataúd la carrocería de su automóvil, entró en el
cementerio, a ciento sesenta kilómetros por hora, y al
llegar ante la tumba de su querida se descerrajó cuatro
tiros en la cabeza.
El desaliento público era demasiado intenso, sin
embargo, como para que pudiera persistir ese ímpetu
de aniquilamiento y exterminio. Bien pronto nadie fue
capaz de beber u vasto de estricnina, nadie pudo
escarbarse las pupilas con una hoja de “gillette”. Una
dejadez incalificable entorpecía las precauciones que
reclaman ciertos procesos del organismo. El descuido
amontonaba basuras en todas partes, transformaba
cada rincón en un paraíso de cucarachas. Sin
preocuparse de la dignidad que requiere cualquier
cadáver, la gente se dejaba morir en las posturas más
denigrantes. Ejércitos de ratas invadían las casas con
aliento de tumba. El silencio y la peste se paseaban del
brazo, por las calles desiertas, y ante la inercia de sus
dueños –ya putrefactos- los papagayos sucumbían con
el estómago vacío, con la boca llena de maldiciones y
de malas palabras.
Una mañana, los millares y millares de cuervos
que revoloteaban sobre la ciudad .oscureciéndola en
pleno día- se desbandaron ante la presencia de una
escuadrilla de aeroplanos.
Se trataba de una misión con fines sanitarios,
cuyo rigor científico implacable se evidenció desde el
primer momento.
Si aproximarse demasiado, para evitar cualquier
peligro de contagio, los aviones fumigaron las azoteas
con toda clase de desinfectantes, arrojaron bombas
llenas de vitaminas, confetis afrodisíacos, globitos
hinchados de optimismo, hasta que un examen prolijo
demostró la inutilidad de toda profilaxis, pues al batir rel
record mundial de defunciones, la población se había
reducido a seis o siete moribundos recalcitrantes.
Fue entonces –y sólo después de haber
alcanzado esta evidencia- cuando se ordenó la
destrucción de la ciudad y cuando un aguacero de
granadas, al abrasarla en una sola llama, la redujo a
escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el
miasma de la certidumbre de la muerte.