Llueve a ratos, y Madrid está frío y desapacible. Pasan paraguas al
otro lado librería de mi amigo Antonio Méndez, el librero de la calle
Mayor. Estamos allí de charla, fumando un pitillo rodeados de libros
mientras Alberto, el empleado flaco, alto y tranquilo, que no ha leído
una novela mía en su vida ni piensa hacerlo -«ni falta que me hace»,
suele gruñirme el cabrón- ordena las últimas novedades. En ésas entra un
chico joven con una mochila a la espalda, y se queda un poco aparte, el
aire tímido, esperando a que Antonio y yo hagamos una pausa en la
conversación. Al fin, en voz muy baja, le pregunta a Antonio si puede
dejarle un currículum. Claro, responde el librero. Déjamelo. Y entonces
el chico saca de la mochila un mazo de folios, cada uno con su foto de
carnet grapada, y le entrega uno. Muchas gracias, murmura, con la misma
timidez de antes. Si alguna vez tiene trabajo para mí, empieza a decir.
Luego se calla. Sonríe un poco, lo mete todo de nuevo en la mochila y
sale a la calle, bajo la lluvia. Antonio me mira, grave. Vienen por
docenas, dice. Chicos y chicas jóvenes. Cada uno con su currículum. Y no
puedes imaginarte de qué nivel. Licenciados en esto y aquello, cursos
en el extranjero, idiomas. Y ya ves. Hay que joderse.
Le cojo el folio de la mano. Fulano de Tal, nacido en 1976.
Licenciado en Historia, cursos de esto y lo otro en París y en Italia.
Tres idiomas. Lugares, empresas, fechas. Cuento hasta siete trabajos
basura, de ésos de tres o seis meses y luego a la calle. Miro la foto de
carnet: un apunte de sonrisa, mirada confiada, tal vez de esperanza.
Luego echo un vistazo al otro lado del escaparate, pero el joven ha
desaparecido ya entre los paraguas, bajo la lluvia. Estará, supongo,
entrando en otras tiendas, en otras librerías o en donde sea, sacando su
conmovedor currículum de la mochila. Le devuelvo el papel a Antonio,
que se encoge de hombros, impotente, y lo guarda en un cajón. Él mismo
tuvo que despedir hace poco a un empleado, incapaz de pagar dos sueldos
tal y como está el patio. Antes de que cierre el cajón, alcanzo a ver
más fotos de carnet grapadas a folios: chicos y chicas jóvenes con la
misma mirada y la misma sonrisa a punto de borrárseles de la boca.
España va bien y todo eso, me digo. La puta España. De pronto la
tristeza se me desliza dentro como gotas frías, y el día se vuelve más
desapacible y gris. Qué estamos haciendo con ellos, maldita sea. Con
estos chicos. Antonio me mira y en ciende otro cigarrillo. Sé que piensa
lo mismo. En qué estamos convirtiendo a todos esos jóvenes de la
mochila, que tras la ilusión de unos estudios y una carrera, tras los
sueños y el esfuerzo, se ven recorriendo la calle repartiendo currículum
en los que dejan los últimos restos de esperan Licenciados en Historia o
en lo que sea, ocho, años de EGB, cinco de formación profesional,
cursos, sacríficios personales y familiares para aprender idiomas en
academias que quiebran y te dejan tirado tras pagar la matrícula.
Indefensión, trampas, ratoneras sin salida, empresarios sin escrúpulos
que te exprimen antes de devolverte a la calle, políticos que miran
hacia otro lado o lo adornan de bonito, sindicatos con más demagogia y
apoltronamiento que vergüenza. Trabajos basura, desempleos basura,
currículums basura. Y cuando el milagro se produce, es con la exigencia
de que estés dispuesto a todo: puta de taller, puta de empresa, boca
cerrada para sobrevivir hasta que te echen; y si tienes buen culo, a ser
posible, deja que el jefe te lo sobe. Aún así, chaval, chavala, tienes
que dar las gracias por los cambios de turno arbitrarios, los fines de
semana trabajados, las seiscientas horas extras al año de las que sólo
ochenta figuran como tales en la nómina. Y si encima pretendes mantener
una familia y pagar un piso date con un canto en los dientes de que no
te sodomicen gratis. Flexibilidad laboral, lo llaman. Y gracias a la
flexibilidad de los cojones se han generado, dice el portavoz
gubernamental de turno tropecientos mil empleos más, y somos luz y fan
de Europa. Guau. Gracias a eso, también, un chaval de veintipocos años
puede disfrutar de la excitante experiencia de conocer ocho empleos de
chichinabo en tres o cuatro años, y al cabo verse el la calle con la
mochila, buscándose la vida bajo la lluvia. Partiendo una y otra vez de
cero. Flexibilidad laboral. Rediós. Cuánto eufemismo y cuánta mierda. A
ver qué pasa cuando, de tanto flexionarlo, se rompa el tinglado y se
vaya todo al carajo, y en vez de currículums lo que ese chico lleve en
la mochila sean cócteles molotov.
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